Cuando era niña, estudié en una escuela pública cuyas aulas fueron construidas gracias a una Comisión de la Inmigración Japonesa al Perú. Este apoyo fue mucho mas que ladrillos y cemento: fue un puente de cultura, valores y visión de comunidad.

En aquella escuela acompañada de la riqueza de la cultura japonesa, se impulsaban actividades que nos ayudaban a crecer como personas: concursos de danzas típicas de mi país, paisajes con origami, pintura con tizas, dibujo, matemáticas, poesía entre otras actividades que fortalecían no solo nuestras habilidades, sino también nuestra identidad como seres humanos. Los premios eran significativos, como viajes a Japón una manera de sembrar horizontes y despertar sueños. Recuerdo también las proyecciones de películas que reunían a padres e hijos, que al culminar la proyección seguía las conversaciones guiadas – lo que hoy podríamos llamar coaching– que nos invitaban a reflexionar sobre el respeto, la solidaridad, la convivencia, entre otros valores.

Entre diversas actividades donde participaba, siempre recuerdo y atesoro con mucho amor que participe en un concurso de poesía. Llegue a la final junto con una de mis mejores amiguitas, y ambas estábamos muy nerviosas y diría yo hasta tensas. En ese instante, la madre de ella nos tomo de la mano y nos dijo algo muy importante que nunca olvidaría:

“Lo importante no es quien gané, sino disfrutar juntas este momento. Entre amigas no se compite: se comparte la alegría y se celebra el orgullo de haber llegado hasta aquí juntas”.

Luego, nos pidió sellar ese instante con un fuerte abrazo y así lo hicimos. La abracé fuerte deseándole de corazón que le fuera bien, en ese momento sentí como el miedo desaparecía, porque en ese gesto simple, cabía todo: la amistad, la complicidad y la certeza de que ninguna victoria valía más que el cariño compartido.

Quizás por ello, siempre disfruto intensamente celebrar los logros de mis amigos y familiares. Lo siento tan propios que me llenan de orgullo, y cada vez que tengo la oportunidad, lo resalto con alegría. Porque cuando uno ama genuinamente al otro, su éxito nunca despierta envidia, sino gratitud: por poder ser testigo de ese crecimiento y al mismo tiempo, por la dicha de compartir esos triunfos como parte de la propia historia.

Con los años, entendí que esta filosofía trasciende lo personal. Tanto en el sector público como en el corporativo, el liderazgo auténtico no se mide por la competencia estéril, ni por acumular méritos individuales, ni mucho menos por imponer la lógica de “ganar a costa de otros”. El liderazgo verdadero nace de la cocreación: de reconocer talentos, sumar esfuerzos y celebrar los logros como un triunfo colectivo.

En las organizaciones, ya sean estatales o privadas, con frecuencia caemos en dinámicas de competencia: ya sea por presupuestos, por ascensos, por reconocimiento o por figurar más. Pero en un mundo tan interconectado y desafiante, los grandes resultados solo se logran desde la colaboración. Los retos actuales como la pobreza, desigualdad, cambio climático, transformación digital, innovación sostenible, no se resuelve con egos, sino con equipos capaces de confiar, dialogar y coconstruir.

La enseñanza de aquella madre siempre resuena en mí: en la vida profesional, no se trata de quien gana más visibilidad, sino de disfrutar el honor de avanzar juntos y celebrar que hemos llegado hasta aquí. El verdadero premio no es el reconocimiento individual, sino el orgullo compartido de haber creado bienestar, progreso y valor.

Quizás ese sea el gran desafío de nuestra época: pasar de la individualidad a la cocreación; de la competencia a la colaboración; de competir a compartir; del “yo” al “nosotros”; de querer figurar a querer servir y aportar. Y como en aquel concurso de poesía, aprender a sellar nuestras victorias con un abrazo simbólico que nos recuerde que lo mas valioso no es ganar, sino crecer y transformar juntos. No se trata de quien brilla más, sino de iluminar el camino en equipo, porque el éxito verdadero no es individual: es colectivo y se multiplica cuando celebramos los logros de los demás como propios.

¿Y tú, como vives hoy tu manera de trabajar y liderar: desde la competencia o desde la cocreación?

¿Qué tanto celebras los logros de los demás como si fueran propios?

¿Y qué podrías hacer, desde tu rol en lo público o en lo corporativo, para transformar la individualidad en un triunfo colectivo?

Si aún no lo practicas, hoy es un buen momento para empezar, así que te invito a practicarlos desde ahora en tu espacio: resalta las fortalezas de quienes te rodean, celebra un logro ajeno como si fuera tuyo y abre espacios de cocreación. Porque con estos pequeños gestos, repetidos con constancia, terminarán por arraigarse en nuestra manera de ser y tendrán el poder de transformar no solo personas, sino también culturas, organizaciones y sociedades enteras.